miércoles, 15 de agosto de 2012





Pablo Bustinduy
Filósofo
Ilustración de Ramón Rodríguez

Basta con ver el nerviosismo y la ira que expresan las reacciones “oficiales” para comprobar que el Sindicato Andaluz de Trabajadores hizo algo más que entrar en dos supermercados para llevarse sin pagar un puñado de alimentos de primera necesidad. En realidad lo explicaron ellos mismos, pues al afirmar el carácter simbólico de su acción, no estaban intentando restarle importancia o valor, ni mucho menos encontrar una coartada legal ante la previsible represión desmedida del Estado. De hecho, estaban haciendo precisamente lo contrario: reforzar su incontestable carácter político. A diferencia de un simple robo, por ejemplo, una intervención política no agota su sentido en la inmediatez de la acción, en el aquí y el ahora de lo que se dice y lo que se hace. Una intervención política hace siempre algo más: anuda una cosa y la otra de modo tal que la realidad aparece bajo una óptica diferente, descubriendo hechos y abriendo posibilidades que eran invisibles apenas un segundo antes, y que ahora quedan expuestos a la vista de todos.

¿Qué le da entonces su carácter político a la acción del SAT, y cuál es la realidad que su intervención ha permitido ver y plantear de manera diferente? No creo que la cosa consista simplemente, como ha explicado algún dirigente de la izquierda, en facilitar una “conversación” sobre la desigualdad y la pobreza en el marco de la situación de excepción económica que estamos viviendo. Conversar está bien, pero para ello hay que estar seguro de que uno habla el mismo idioma que aquel a quien quiere escuchar, y cada vez parece más claro que en la Europa de 2012, las palabras ya no significan lo mismo para todo el mundo. No se trata simplemente de reiterar todas las mentiras del gobierno y la oposición, los eufemismos insultantes con que llenan cada día el discurso público, ese ejercicio complejo que consiste en hacer como si la gente fuera idiota para lograr que, a base de subjetivarlos como seres pasivos, incapaces y desinteresados, los ciudadanos acaben actuando y respondiendo como tales. Se trata de subrayar algo más profundo, y es que la situación política ha entrado en una fase de obscenidad en la que ya nadie se cree del todo las palabras que oye pronunciar, y de hecho no se sabe bien si los valores que se invoca por doquier (democracia, Europa, legalidad, justicia) corresponden en última instancia a algo más que una serie de palabras huecas, a un montón de ficciones que se han quedado vacías, que ya no significan nada.

Barthes decía que lo obsceno produce “imágenes sin mirada”, y de hecho ob-sceno significa, literalmente, lo que está fuera de escena, lo que carece de un marco, de una justificación, de su inscripción en un relato o un contexto. En la nueva era bismarckiana del gobierno de la deuda, las escenas ficcionales de la democracia liberal, de la construcción europea o de la cultura de la transición han saltado por los aires, y las profundas heridas sociales que disimulaban han quedado expuestas a la vista de todos. El régimen sigue actuando en el convencimiento de que la ausencia de alternativas políticas reales hace imposible cualquier mirada sobre ellas, de la misma manera que uno no “ve” a un vagabundo que pide en el metro: uno siente su presencia, sabe que está ahí, pero opta por lo más fácil, por renunciar al deber de nombrarlo, como si así la cosa sin nombre fuera a desaparecer. De manera parecida, la troika y el gobierno cuentan con la ira o la rabia popular ante la agudización del sufrimiento, pero esperan reducirlas al escenario más fácil de manejar políticamente: el pogrom, la violencia sin palabra, la xenofobia ciega y sus amaneceres dorados. Cuentan con que esa rabia no sea capaz de darse una gramática, una efectividad y una subjetividad política propias. Por eso la acción del SAT les ha resultado tan inaceptable.

La expropiación de comida del SAT simboliza y le da una palabra política precisamente a aquello que se pretende silenciar: no solo una realidad subyacente (la pobreza, la desigualdad, el paro y el sufrimiento ciudadano) de la que hay que empezar a hablar de otra manera, sino la distancia creciente que separa al poder político de su objeto mismo, de una realidad política y social que ya no puede contener, ordenar y controlar con tanta facilidad. Esa distancia amenaza con romper la ficción básica del consentimiento, de la legitimidad del poder y de sus leyes, por la que el pueblo “autoriza” a quienes lo representan y ejercen autoridad sobre él. La efectividad del régimen jurídico-político de la propiedad, con todas sus raíces y ramificaciones económicas, productivas, legales e institucionales, se apoya en última instancia sobre ese círculo ficcional que dibuja la libertad de un pueblo durante un instante para a continuación justificar su sometimiento. Cuando el círculo se interrumpe y esa ficción se resquebraja, todo gobierno se queda desnudo y pasa a volverse inaceptable.

La acción política del SAT, y en eso consiste precisamente su grandeza, ha servido para afirmar que hay ficciones que ya no rigen, que hay frases que hoy en día se han vuelto obscenas (“la ley es igual para todos”, “la justicia y la legalidad coinciden”, “la propiedad es sagrada”, “pagar lo que se debe es una obligación moral”).

 En su lugar, ha planteado políticamente una serie de preguntas sencillas:

 ¿Quién le debe a quién? ¿Y qué pasa si no pagamos? ¿De qué lado está el Estado, y qué intereses defiende en última instancia? ¿Qué sucede si somos nosotros quienes, precisamente en nombre de la justicia, decidimos no obedecer las leyes? ¿Qué pasaría si opusiéramos una ley propia, un principio de autonomía democrática, a un gobierno que se ha vuelto despótico y hostil y que, como se anunciaba en Sol, es incapaz de cimentar nuestra propia sumisión, pues ya no puede representarnos?

 Por eso la clase política al unísono vuelve a atizar el miedo, ese último recurso policial, entonando aquello del “o nosotros o el caos”. Lo que no dicen es que, como en el chiste, el caos también son ellos: es su mismo poder obsceno, desprovisto del manto simbólico de la ficción, cada vez más desnudo y vulnerable ante la insumisión democrática que acabará por dejarle sin nombre.

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