Pablo Bustinduy
Filósofo
Ilustración de Ramón Rodríguez
Filósofo
Ilustración de Ramón Rodríguez
Basta con ver el nerviosismo y la ira
que expresan las reacciones “oficiales” para comprobar que el Sindicato Andaluz
de Trabajadores hizo algo más que entrar en dos supermercados para llevarse sin
pagar un puñado de alimentos de primera necesidad. En realidad lo explicaron
ellos mismos, pues al afirmar el carácter simbólico de su acción, no estaban
intentando restarle importancia o valor, ni mucho menos encontrar una coartada
legal ante la previsible represión desmedida del Estado. De hecho, estaban
haciendo precisamente lo contrario: reforzar su incontestable carácter
político. A diferencia de un simple robo, por ejemplo, una intervención
política no agota su sentido en la inmediatez de la acción, en el aquí y el
ahora de lo que se dice y lo que se hace. Una intervención política hace
siempre algo más: anuda una cosa y la otra de modo tal que la realidad aparece
bajo una óptica diferente, descubriendo hechos y abriendo posibilidades que
eran invisibles apenas un segundo antes, y que ahora quedan expuestos a la
vista de todos.
¿Qué le da entonces su carácter
político a la acción del SAT, y cuál es la realidad que su intervención ha
permitido ver y plantear de manera diferente? No creo que la cosa consista
simplemente, como ha explicado algún dirigente de la izquierda, en facilitar
una “conversación” sobre la desigualdad y la pobreza en el marco de la
situación de excepción económica que estamos viviendo. Conversar está bien,
pero para ello hay que estar seguro de que uno habla el mismo idioma que aquel
a quien quiere escuchar, y cada vez parece más claro que en la Europa de 2012, las
palabras ya no significan lo mismo para todo el mundo. No se trata simplemente
de reiterar todas las mentiras del gobierno y la oposición, los eufemismos
insultantes con que llenan cada día el discurso público, ese ejercicio complejo
que consiste en hacer como si la gente fuera idiota para lograr que, a base de
subjetivarlos como seres pasivos, incapaces y desinteresados, los ciudadanos
acaben actuando y respondiendo como tales. Se trata de subrayar algo más
profundo, y es que la situación política ha entrado en una fase de obscenidad
en la que ya nadie se cree del todo las palabras que oye pronunciar, y de hecho
no se sabe bien si los valores que se invoca por doquier (democracia, Europa,
legalidad, justicia) corresponden en última instancia a algo más que una serie
de palabras huecas, a un montón de ficciones que se han quedado vacías, que ya
no significan nada.
Barthes decía que lo obsceno produce
“imágenes sin mirada”, y de hecho ob-sceno significa, literalmente, lo que está
fuera de escena, lo que carece de un marco, de una justificación, de su
inscripción en un relato o un contexto. En la nueva era bismarckiana del
gobierno de la deuda, las escenas ficcionales de la democracia liberal, de la construcción
europea o de la cultura de la transición han saltado por los aires, y las
profundas heridas sociales que disimulaban han quedado expuestas a la vista de
todos. El régimen sigue actuando en el convencimiento de que la ausencia de alternativas
políticas reales hace imposible cualquier mirada sobre ellas, de la misma
manera que uno no “ve” a un vagabundo que pide en el metro: uno siente su
presencia, sabe que está ahí, pero opta por lo más fácil, por renunciar al
deber de nombrarlo, como si así la cosa sin nombre fuera a desaparecer. De
manera parecida, la troika y el gobierno cuentan con la ira o la rabia popular
ante la agudización del sufrimiento, pero esperan reducirlas al escenario más
fácil de manejar políticamente: el pogrom, la violencia sin palabra, la
xenofobia ciega y sus amaneceres dorados. Cuentan con que esa rabia no sea
capaz de darse una gramática, una efectividad y una subjetividad política
propias. Por eso la acción del SAT les ha resultado tan inaceptable.
La expropiación de comida del SAT
simboliza y le da una palabra política precisamente a aquello que se pretende
silenciar: no solo una realidad subyacente (la pobreza, la desigualdad, el paro
y el sufrimiento ciudadano) de la que hay que empezar a hablar de otra manera,
sino la distancia creciente que separa al poder político de su objeto mismo, de
una realidad política y social que ya no puede contener, ordenar y controlar
con tanta facilidad. Esa distancia amenaza con romper la ficción básica del
consentimiento, de la legitimidad del poder y de sus leyes, por la que el
pueblo “autoriza” a quienes lo representan y ejercen autoridad sobre él. La
efectividad del régimen jurídico-político de la propiedad, con todas sus raíces
y ramificaciones económicas, productivas, legales e institucionales, se apoya
en última instancia sobre ese círculo ficcional que dibuja la libertad de un
pueblo durante un instante para a continuación justificar su sometimiento.
Cuando el círculo se interrumpe y esa ficción se resquebraja, todo gobierno se
queda desnudo y pasa a volverse inaceptable.
La acción política del SAT, y en eso
consiste precisamente su grandeza, ha servido para afirmar que hay ficciones
que ya no rigen, que hay frases que hoy en día se han vuelto obscenas (“la ley es igual para todos”, “la justicia
y la legalidad coinciden”, “la propiedad es sagrada”, “pagar lo que se debe es
una obligación moral”).
En su lugar, ha planteado políticamente una
serie de preguntas sencillas:
¿Quién le debe a quién? ¿Y qué pasa si no
pagamos? ¿De qué lado está el Estado, y qué intereses defiende en última
instancia? ¿Qué sucede si somos nosotros quienes, precisamente en nombre de la
justicia, decidimos no obedecer las leyes? ¿Qué pasaría si opusiéramos una ley
propia, un principio de autonomía democrática, a un gobierno que se ha vuelto
despótico y hostil y que, como se anunciaba en Sol, es incapaz de cimentar
nuestra propia sumisión, pues ya no puede representarnos?
Por eso la clase política al unísono vuelve a
atizar el miedo, ese último recurso policial, entonando aquello del “o nosotros
o el caos”. Lo que no dicen es que, como en el chiste, el caos también son
ellos: es su mismo poder obsceno, desprovisto del manto simbólico de la
ficción, cada vez más desnudo y vulnerable ante la insumisión democrática que
acabará por dejarle sin nombre.
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